Se asumirá el fracaso (el peor, el de los que bajaron), se anunciarán medidas, se celebrarán las últimas fiestas. Una cámara registrará las lágrimas de una aficionada adolescente que pronto dejará de creer en su equipo. Una grabadora difundirá los gritos de júbilo de un jugador que nunca fue titular. Los rituales llevarán a la masa desde el estadio a la plaza, de la plaza a la catedral y de la catedral a algún sitio en donde haya comida y bebida abundante. Cuando se ha ganado no hay motivo para cambiar las viejas costumbres.
Dentro de un mes será sólo un recuerdo. Al sustituto lo sustituirán por otro sustituto, la adolescente se olvidará del fútbol por el amor a un cantante melódico, y las moles de hormigón esperarán vacías hasta que lleguen los partidos de pretemporada. Taquillas cerradas la primera quincena de agosto.
Una parte de los jugadores se irá a la Copa América, a la Intertoto, o a África, a recibir patadas de clasificación. Los presidentes apagarán los móviles una semana. Descansarán los árbitros. Tumbados en el césped de su chalet, quizá les duela menos el desprecio y la incomprensión por parte de estadios enteros. El fútbol empieza su siesta.
Sólo algunos fichajes llenarán las horas del informativo. Las motos y los coches han vencido la partida a las bicis, pero el Tour nunca se acabará. Será agradable sestear delante de la tele, tratando de adivinar quién es el más limpio y quién es el mejor ciclista... Para qué queremos tanto fútbol, se preguntarán muchos, si cada temporada los únicos que disfrutan son los que ganan y los que se salvan en el último minuto.
Los últimos partidos, para los demás equipos, han sido poco más entretenidos que un verano sin fútbol, tan frustrantes como esos días de trabajo en los que te quedas ocho horas pensando en nada.
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