El fin de semana, estuvimos en Hell´s gate. Recorrí con el aparcero la finca. Llevaba puesto un gesto de amo severo, que le asustó lo suficiente como para no ocultarme las peores noticias. Nada fue tan malo como ver al burro, tirado indiferente en el henal, la mano partida. “Irrecuperable”, sentenció, pero yo, callado, me arrodillé para darle un terrón, y el otro cogió la gorra con las dos manos, como si fuese un pariente, y ya no dijo nada.
Aprovechamos el sol de mediodía para comer en el porche. Carmen descongeló carne y el aparcero la asó en la barbacoa. Quería hacerse perdonar. Sonreía y hablaba de la mala suerte de los vecinos como habla él, que no hay quien le entienda. Estuvo atento y se marchó antes de que acabáramos. Carmen se puso a leer aquella novela de Austen en la que Kate dejó su carta. Yo también leí, una de detectives, de muchos guisos y bajos fondos.
Aprovechamos el sol de mediodía para comer en el porche. Carmen descongeló carne y el aparcero la asó en la barbacoa. Quería hacerse perdonar. Sonreía y hablaba de la mala suerte de los vecinos como habla él, que no hay quien le entienda. Estuvo atento y se marchó antes de que acabáramos. Carmen se puso a leer aquella novela de Austen en la que Kate dejó su carta. Yo también leí, una de detectives, de muchos guisos y bajos fondos.
A las siete de la tarde, cuando ya empezaba a atardecer, el aparcero le dio otro terrón al pollino. Lo hizo sin gracia, cumpliendo otra orden extravagante de su amo. El burro no pudo ni siquiera saborear el azúcar: un disparo y el terrón malgastado.
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