viernes, 18 de mayo de 2007

PUBLICADO EN ZARABANDA 05/07


LA CASA JUNTO A LA FÁBRICA


Lo importante es lo que significa que los jóvenes tengan una casa, pero hay partes del mundo en donde eso no significa gran cosa. En otros sitios se construyen con cañas, con mortero, con ladrillos robados o piedras, y se pueden perder en lo que dura una tormenta. Aquí es distinto. Hace tiempo, una familia llegaba con un carro, ocupaba un hueco entre las chabolas y levantaba la suya en una madrugada, si antes no llegaban los guardias. Ahora es menos espontáneo: se requiere un cartel que diga qué contrata pone los ladrillos, unos cuantos tipos con casco y una máquina de Coca-Cola.

Un día, con dieciocho, veinte, treinta años, se nos ha dicho, o hemos sentido, o nos han dicho que hemos sentido, que hay que seguir solos hasta donde lleguemos, y que para eso tenemos que vivir en nuestra propia casa. Los adultos se quedan en la suya, normalmente con un saco lleno de comprensión, señalando el camino a quienes miran hacia atrás. Es normal cierto desencanto, la vida no mejora por que sí. Aquello que sonaba a chino: facturas, averías, seguros, se convierte en el motor que te lleva a levantarte tantos días a disgusto. La independencia no trae muchas mañanas de sol, sino una piedra que se arrastra entre autobuses y cafeteras. Muy pocos se percataron de cuánta monotonía estaba incluida en el contrato.

Hay quien asegura que las próximas generaciones del primer mundo no van a tener que trabajar, pero ésta se esforzará, como todas las anteriores, para comprarse coches que van veloces hacia la penúltima hostia, para poner cemento, ladrillos y a veces hasta piel, con el fin de que otros acumulen pisos vacíos.

Quizá la oficina sea mejor de lo que se piensa y la casa es poco más que un paisaje en el que pasamos las horas improductivas. En realidad el principal handicap de unos apartamentos en el curro es que no se satisface por completo la demanda de consumo del sujeto experimental que se presta o que está obligado a dormir allí donde trabaja. Regresar al modelo de la esclavitud, por tanto, parece una opción que no interesa ni a los propios empresarios, deseosos de que sus empleados compren; una opción tan retrograda como la posibilidad de volver con los padres cuando se tiene un puñado de trampas y principios de hambre en el estomago.


Así las cosas, una hipoteca o un alquiler a precio de mercado son los recursos fundamentales con los que cuenta la mayoría. La okupación no es una vía muy explorada y es demasiado imprevisible para los que quieren buscar seguridad. Quien cabe en el paraguas de los ciudadanos medios o se hipoteca y casca durante unos cuantos años, o se deja sueldos pagando alquileres. Es una libertad limitada a lo disponible, a aquello que sale por televisión, y todos (cada uno como puede) nos adaptamos bien.

¿En qué momento un acto valiente como el de hipotecarse, que impela a cumplir años en el hormiguero, se convierte en lo fácil? Cuando es la opción que se presenta con lazo y por la tele. Y más tarde, en el banco, donde el individuo comete el acto de sumisión que lo transforma en el rehén de sus cuatro muros.

No hay juicio posible. Que sea fácil no significa que no sea bueno. Si es el único modo de irse de casa, hay que ponerse a remar y seguir arrastrando esa piedra que por las noches rueda hasta el pie de la montaña. No se comprende al que critica un método tan establecido y es inútil admirar o envidiar a los que encarecen el mercado acumulando casas en las que no quieren vivir.

Lo importante es que no se estanque el acceso de la juventud a la vivienda, que superemos entre todos la estrategia del mercado. Suena como un discurso antiguo porque no ha cambiado mucho pero, tan antiguos como esa lógica, son los ejemplos de lugares en los que se valora la auto-gestión y el reparto equitativo del suelo. Al final, lo importante es que quien se busca la vida no se tenga que preocupar de su jubilación, ni de morir en un accidente laboral, que no piense, a menos que quiera, en lo que podría hacer dentro de treinta, cuarenta o cincuenta años, cuando termine de pagar la hipoteca que contrajo casi por haber nacido.

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