lunes, 21 de mayo de 2007

JAMÁS SERÍA UN LIBERTO

El esclavo estaba en el pajar, descansando. Apenas dormía. Se mantenía alerta por si venía la hija del amo a buscar entre los almiares su caja llena de golosinas. En el duermevela escuchó la voz de su hijo mayor, Lupus, que convencía con postreras razones a otra esclava para que se tendiera desnuda encima de su vieja manta, sobre los montones de heno. Si Lupus estaba allí, su siesta no corría peligro, él era el encargado de ensillar el viejo percherón con el que Obdulia, la pequeña ama golosa, se llegaba al lago en el que pasaba muchos días de verano.

Cuando se despertó, a las dos o las tres de la tarde, el esclavo abrió la caja de golosinas (siempre robaba una para quitar el acre sabor de boca que le dejaba su fuerte saliva después de la siesta) y encontró que había más dulces que el día anterior. Con un gesto resignado, maldijo su perra suerte y a su hijo Lupus.

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